EL CUENTO DE LOS PASTELES
- blogcomoaguayaceit
- 11 nov 2018
- 2 Min. de lectura
Recuerdo estar a oscuras en la habitación con las manos entrelazadas a las de mis hermanos y pidiendo sin parar. Pidiendo uno más. Un deleite de un bis eterno. Morfeo nos llamaba, pero nosotros no queríamos escuchar ni una nota que no perteneciera a la garganta de mi padre. Le ayudábamos a crear historias casi sin querer. Nosotros ejerciendo de reyes disfrutando al son del trovador. No teníamos, ninguno de los niños que miraban al techo aquellas noches de marionetas, palabras y dolores de barriga de tanto reír, que a día de hoy esas historias, cuentos y teatrillos, formarían parte de la educación que está tan arraigada en nosotros.
Los cuentos eran creados a medias. Era un sistema perfecto de retroalimentación a nivel creativo: "Decidme cada uno una palabra y yo os crearé un cuento". Cada cuento era un universo de moralejas y enseñanzas por su parte, y por la nuestra interrogantes, impaciencia y ansia por una historia más antes de dormir.
Estos momentos han construido de mis hermanos y de mí el desarrollo de nuestra capacidad inventiva y creativa. Esos cuentos, a través de sus enseñanzas nos han consolado cuando aún no éramos conscientes de que había gente mala en el mundo. Que las pérdidas se solventan haciéndonos fuertes y regando las raíces. Que las nubes tienen vida y que los miedos mueren encendiendo la luz.
Quizá los niños de hoy ya no pidan cuentos antes de dormir o antes de exponerse al mundo. Pero los reivindico alto y bien claro. Reivindico la obligación de los padres para regalar a sus hijos un cuento al día y que no lleve letras sino corazón. Reivindico el derecho de los niños a ser curiosos, a saber que cualquier tipo de objeto tiene una historia. Pero sobre todo el derecho a formar una familia envuelta en literatura. Las familias que leen unidas, permanecen unidas y visto lo visto, no es un dicho popular.
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